Comentario
Aunque la realidad histórica de al-Andalus se comprende dentro de la general del mundo islámico de aquellos siglos, es conveniente exponer con mayor extensión algunas noticias relativas a sus características y peculiaridades. Hispania era un territorio muy alejado de las tierras originarias y centrales del Islam; era también un reino, el de los visigodos, cuya evolución corría pareja con la de otros del occidente europeo de entonces y, aunque atravesaba por una época de depresión demográfica y dificultades políticas, su identidad religiosa y cultural era más sólida y homogénea que la de los territorios magrebíes conquistados poco antes, por lo que también lo sería su recuerdo: las resistencias contra los invasores en las montañas cantábricas y pirenaicas comenzaron pronto, aunque eran muy limitadas y, en parte, heredaban o recordaban a las mantenidas contra anteriores poderes de origen mediterráneo; los reyes de Asturias reclamarían para sí la herencia y la voluntad de restauración de la monarquía visigoda, argumento ideológico que demostró una enorme fuerza y que recorre toda la Edad Media hispano-cristiana. La vecindad y crecimiento de la Europa occidental desde tiempos carolingios sería otro estímulo, cada vez más fuerte, en pro de la lucha contra los musulmanes y de la conquista, o reconquista, de la amplísima parte del solar peninsular integrada en el Islam. Por otra parte, la invasión musulmana se produjo al término, que sería definitivo, de la segunda época de expansión, protagonizada por los omeyas: no tuvo continuidad y fue siempre una especie de punto extremo y final en la página de la expansión islámica.
A pesar de estas peculiaridades debidas a la geografía y a la historia, la conquista de Hispania recuerda, por más de un aspecto, a las anteriores del Próximo Oriente o a la de Ifriqiya. Previamente se había dado una debilitación interior del poder regio -luchas entre las familias de Chindasvinto y Wamba-, acentuada por la proto-feudalización de oficios y tierras a favor de una aristocracia poco solidaria con lo que el reino significaba como conjunto y construcción unitaria; la decadencia de la autoridad moral del episcopado, evidente en las últimas décadas del siglo VII, y la hostilidad contra los judíos -que recuerda episodios anteriores en Oriente-, hacían más oscura la situación frente a un peligro exterior que los dirigentes del reino podían prever.
La circunstancia de la conquista muestra, como en otras anteriores, un país dividido e insolidario frente a un invasor decidido y con motivaciones muy claras, entre ellas, la de exportar la inquietud y belicosidad de los bereberes, apenas islamizados, fuera de su propia tierra. La entrega de Ceuta, en el año 710, abría el camino, aunque hay autores que señalan la posibilidad de que la primera invasión se produjera por el Sureste peninsular y no por la zona del Estrecho. El rey Rodrigo se vio traicionado por parte de la aristocracia y de su ejército en la batalla del Guadalete (711) y, con su derrota, la monarquía visigoda se derrumbó rápidamente mientras que los invasores encontraban relativamente pocas resistencias: en aquel momento no había proselitismo sino oferta de pactos de capitulación que no empeoraban el estado económico o tributario anterior, y muchos aristócratas consiguieron conservar propiedades, rentas e incluso formas de participación en el poder. Tariq, que obtuvo la primera victoria, habría desembarcado con unos 12.000 bereberes, y al año siguiente le siguió su señor, Musa ibn Nusayr, con 18.000 árabes, según la tradición. Dos años después, en el 714, las principales operaciones habían concluido y el reino de los visigodos se había derrumbado tan fulminantemente como tres cuartos de siglo atrás la Siria o el Egipto bizantinos pero con la gran diferencia de que la posible insolidaridad social no se refería, en este caso, a ningún poder político exterior. La resistencia astur (Covadonga, 722) aparece en aquel momento como una realidad marginal y, a pesar de que las noticias sean tan escasas, habrá que seguirse preguntando sobre las causas profundas y próximas que contribuyeron a provocar aquel hundimiento.
Entre los años 714 y 756, el nuevo territorio del Islam acogió a más inmigrantes árabes, sirios y, sobre todo, bereberes, que recibieron trato desigual, lo que provocó reyertas entre ellos, unas veces entre árabes, pues la mayoría seguían viviendo de los impuestos de la población sometida y no habían recibido tierras, otras de los bereberes contra los árabes, como ocurrió a raíz del gran alzamiento norteafricano de los anos 740-741. Por entonces, el emirato de al-Andalus había alcanzado todas sus características como ámbito político y los cristianos que vivían en él considerarían consumada la pérdida de Hispania, según la conocida expresión de la Crónica Mozárabe (ano 754). La llegada en el 756 de Abd al-Rahman, único superviviente de la familia omeya después de su derrota y exterminio a manos de los abbasíes y sus aliados, provocó la independencia política de al-Andalus, que el nuevo califato apenas estuvo en condiciones de combatir, tal era la lejanía de la península y la escasez de medios que podía movilizar en aquel caso Bagdad.
¿Intentaron reproducir los emires independientes omeyas en al-Andalus las ideas y la línea política seguida por sus antepasados en Damasco? Sin duda, el predominio de lo árabe es patente en muchos momentos de la historia andalusí, pero no parece que se cometiera el error de marginar habitualmente a los otros componentes de la población. Abd al-Rahman I debió inspirarse también en antecedentes visigodos, no sólo orientales, para desarrollar su régimen monárquico y las instituciones administrativas y fiscales. Concluía el siglo VIII cuando Al-Hakam I (796-822) conseguía crear los cuadros de un ejército a sueldo permanente, en medio de diversas revueltas internas y del primer ataque fuerte procedente de la Asturias de Alfonso II. En las primeras décadas del IX, bajo el emirato de Abd al-Rahman II, mejoraron las condiciones económicas y sociales; hubo, tal vez, una introducción de las iniciativas y métodos elaborados por los abbasíes en Oriente y se produjo un fuerte proceso de conversión al Islam y cierta promoción de los mawali o muladíes hispanos.
Sin embargo, aquella primera madurez de la sociedad musulmana andulusí, desembocó en un periodo de disgregación y revueltas entre los años 850 y 920, aproximadamente, al que contribuyeron, unidas o independientes, varias causas, entre ellas la oposición a la hegemonía árabe, a la arabización cultural, y, por parte de bastantes cristianos mozárabes, al peligro de una islamización cada vez más intensa. También, las rebeldías contra el poder emiral y su concentración en Córdoba. Y, en fin, la presión de las operaciones militares y conquistas llevadas a cabo por los reyes de Asturias, que pasaron a instalar su capital en León (año 914), y, en menor medida, por los vascones pirenaicos y por los condes de la Cataluña carolingia.
La salida de la crisis ocurre durante los primeros años de Abd al-Rahman III (912-961). Córdoba alcanza el apogeo político a lo largo del siglo X, bajo su mando y el de sus sucesores Al-Hakam II (961-976) e Hisam II (976-1009) y los generales de éste, Galib, Al-Mansur y Abd al-Malik. Se restableció el equilibrio militar frente a los cristianos del Norte y al-Andalus pasó a la ofensiva, aunque no estaba en condiciones de recuperar o conquistar territorios sino de mantener su área fronteriza en torno al Sistema Central y el pre-Pirineo, y castigar con incursiones y razzías los territorios más norteños. Abd al-Rahman III tomó el título de califa en el 929 como réplica a sus enemigos fatimíes del Magreb pero también para consolidar la pacificación de al-Andalus con aquel refuerzo político-doctrinal. Las discordias interiores parecían superarse en torno a un régimen fuerte y dotado de un ejército profesional en el que formaban no sólo árabes y bereberes, al margen ya de cualquier adscripción tribal, sino también muchos mercenarios y antiguos esclavos de origen eslavón. Los califas cordobeses padecieron los mismos efectos que los abbasíes habían experimentado un siglo atrás: los jefes militares, sobre todo Al-Mansur, mediatizaron la voluntad de Hisam II y, en cuanto cesó el prestigio del caudillaje y de las victorias militares sobre los cristianos que, además, eran poco rentables, las disensiones internas en el ejército contribuyeron a producir una nueva disgregación aunque, esta vez, sobre bases económicas y situaciones sociales mucho más prósperas que las de mediados del siglo IX, porque a lo largo del X se había producido, entre otras cosas, un fuerte progreso de las ciudades y del comercio, un mejor control del aprovisionamiento de oro africano, y un auge de la actividad cultural que continuaron durante buena parte del XI.
La quiebra y fragmentación del califato tuvieron lugar rápidamente, entre los años 1008 y 1031. Tomaron su relevo varias decenas -llegó a haber casi treinta- de pequeños reinos de diversa extensión territorial y viabilidad política muy diversa a los que se conoce como taifas cuyos reyezuelos (muluk al-tawa'if) actuaban como supuestos representantes de unos califas cordobeses ya inexistentes lo que, sin embargo, demuestra que se consideraba provisional, aunque indefinido, el eclipse del califato. Algunas taifas fueron gobernadas por dinastías bereberes y otras por individuos surgidos del mundo de los mercenarios eslabones pero muchas fueron andalusíes, regidas por muladíes o por árabes ya totalmente integrados en la sociedad autóctona. Los reinos de taifas más importantes, que absorbieron a otros menores, fueron los que tenían frontera con la España cristiana, por elementales razones estratégicas: Badajoz en la marca inferior y Toledo en la media, ambos con dinastías bereberes, Zaragoza, Lérida y Tudela en la marca superior, con reyes andalusíes. En el Sur se consolidó una taifa importante de dinastía beréber, la de los ziríes de Granada, y otra andalusí, la de Sevilla. En Levante predominaron las taifas de eslavones: Tortosa, Valencia, Denia y Baleares, Murcia, Almería.
Por los mismos años en que se disgregaba el califato de Córdoba ocurrían también importantes redistribuciones del poder político en los reinos de la España cristiana, durante los años de Sancho Garcés III de Pamplona y los inmediatos a su muerte. Por entonces, León con Castilla, que fue reino desde 1035, sobrepasaba ampliamente la frontera del Duero, Navarra dominaba las tierras del alto Ebro hasta cerca de Tudela, y Aragón se constituía como reino e integraba también Sobrarbe y Ribagorza. Más al Este, la Cataluña Vieja había completado el proceso de dominio y poblamiento entre los Pirineos y el bajo Llobregat. La presión militar y tributaria de los poderes cristianos sobre los taifas aumentó desde mediados del siglo XI, a medida que se hacía cargo de ella Fernando I de Castilla y León. En la generación siguiente, su hijo Alfonso VI consiguió la capitulación de Toledo y su taifa en el año 1085, suceso crucial en la historia hispánica del medievo, pero aquello tuvo como consecuencia que otros reyes de taifas, en especial el de Sevilla, reclamaran la ayuda de los almorávides del Magreb, que pasaron pronto de la condición de aliados a la de dueños del poder prevaliéndose de su fuerza y del prestigio que les aportaron sus victorias sobre Alfonso VI. Los reinos de taifas habían prolongado muchos aspectos del esplendor cultural del califato pero fueron incapaces de heredar su fuerza política y guerrera y sucumbieron ante la doble presión de las exigencias tributarias o parias y de la presión militar de los reyes cristianos, por una parte y, por otra, ante el regeneracionismo musulmán de los almorávides que, al hacer frente a los cristianos y reunificar al-Andalus, consiguieron, sin duda, su supervivencia pero en condiciones distintas a las que hasta entonces se habían dado.
¿Cómo se formó la sociedad andalusí? A la altura de los siglos X y XI, sus diferencias con las de la España cristiana eran tajantes y, más que en los dos siglos anteriores, se puede hablar de frontera entre civilizaciones. La hispanocristiana recibiría influjos y herencias de la andalusí en su proceso de enfrentamientos y relaciones diversas, pero su identidad fue clara y crecientemente europea. En los siglos anteriores había ocurrido otro proceso, en condiciones muy distintas, el de la permanencia y fusión de realidades premusulmanas en al-Andalus: hay que destacar el bilingüismo, la supervivencia de aspectos y usos de la vida cotidiana y material, la herencia de tipo administrativo e incluso político, el papel de los cristianos mozárabes, diversamente valorado según las regiones y épocas. Pero en al-Andalus se formó una sociedad musulmana integrada en la civilización y en el mundo del Islam clásico, y sólo así cabe entender su realidad histórica: los 50.000 árabes y más del doble de bereberes que entraron en la Península hasta el siglo XI fueron suficientes, desde sus posiciones de dominio, para impulsar un nuevo orden social, cultural y religioso, al que se iban adhiriendo cada vez más conversos o muladíes hispanos en un proceso que culminó en el siglo X.
Antes, sin embargo, se había recorrido un camino plagado de dificultades: incluso después de la conversión al Islam, las diferencias a favor de los árabes y sirios permanecían e irritaban a bereberes y a muladíes hispanos. Las revueltas y secesiones de la segunda mitad del siglo IX tuvieron en cuenta a menudo esta situación social. Así, en el valle del Ebro, la gran rebelión de Musa ibn Qasi y sus hijos contra Córdoba entre los anos 842 y 880, se apoyó en la población muladí. Mientras tanto, Toledo conocía varias revueltas en los años 807, 829 a 837 y 852 y un periodo de autonomía total entre 873 y 932, una de cuyas bases fue la población muladí y la escasez de árabes y bereberes en aquel sector. En la actual Andalucía, las revueltas de muladíes y mozárabes fueron frecuentes en la segunda mitad del siglo IX frente al predominio árabe en Jaén o Granada, por ejemplo: la alteración más conocida fue la revuelta rural de musulmanes y cristianos en el Sureste, desarrollada entre los anos 880 y 917 bajo el mando de Umar ibn Hafsun, un muladí que llegó incluso a ser nombrado representante del califa abbasí aunque acabó sus días convertido al cristianismo lo que le restó muchos apoyos.
Los mozárabes perdieron fuerza y disminuyeron en número después de la crisis de la segunda mitad del IX, además de aceptar aspectos lingüísticos y culturales árabes no incompatibles con su fe religiosa que, salvo excepciones, fue respetada en las condiciones previstas por la ley islámica. Bastantes emigraron a tierras cristianas pero otros permanecieron como minoría hasta las definitivas expulsiones del siglo XII debidas a almorávides y almohades. Los judíos, que no parecen haber participado en revueltas o alteraciones, tenían también la consideración de hombres del Libro y, por lo tanto, de protegidos, y mantuvieron una situación próspera o, al menos, pacífica, hasta que les afectó también la radicalización e intransigencia de los dominadores norteafricanos en el siglo XII.
Para consolidar y mejorar las hipótesis expuestas en los párrafos anteriores haría falta disponer de muchos más conocimientos sobre las formas y tiempos de aculturación, las maneras que árabes y bereberes tuvieron de asentarse en ciudades y territorios, la intensidad de la mezcla con poblaciones hispanas, e incluso sobre las relaciones entre al-Andalus y el resto del mundo islámico: aquí sólo se ha procurado exponer brevemente una interpretación razonable a partir de los conocimientos actuales.